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Saliendo del sacrificio

06-10-2022 / Escuela Sol Ahimsa

Ahí, como entrando en una cámara de gas, está la idea de estar perdidos. Una idea de estar viviendo una vida humana sin amor.

Por Rafael Rishi

Se mira una puerta metálica. En ella se aprecian travesaños a manera de una puerta blindada, llena de herrajes y pernos que muestran un obstáculo imposible de abrir si no se tiene la clave o la llave. La miro desde fuera. Es una puerta gris en un entorno invernal. Miro la superficie del piso, está llena de una nieve mezclada con arcilla. Es una nieve sucia la que se ve en las proximidades de la entrada.

Llego a esa puerta a través de un camino recto. A mis espaldas se erige un hangar alto, el cual hay que atravesarlo para llegar a este lugar. Solo se siente mucho frío y miedo.

Nuevamente me enfoco en la puerta, que está delante de mi. No soy visto, no soy percibido. Tras esa entrada, está una cámara en donde, a manera de duchas, hay dispersores de gas. Están allí, construidos sobre los seres que están dentro, hechos para “obligarles” a morir contra su voluntad.

En ese espacio de hacinamiento y terror, de una desnudez de cuerpos sucios, se cuela la imagen de una niña de cabello crespo, de piel blanca… también desnuda. Está sentada en un rincón hablando con su muñeca, juguete con expresión neutral, que tiene botones por ojos y un vestido que la niña le quita para que ella también le acompañe en su desnudez.

En ese lugar que tanto le asusta, hay un silencio aterrador previo a esa aspersión del químico letal.

En un momento se escucha ruido cerca de la entrada. Hay voces externas que entorpecen y evitan que la voz de aquella niña sea escuchada. Al mirar, aparentemente eran cuerpos de hombres los que estaban allí dentro, pero en realidad son mujeres casi “esquiladas”, cortadas su cabello al ras del cráneo, su cuerpo sucio y sintiéndose aterrorizadas.

Cada estruendo metálico con el que choca el silencio del lugar es acompañado de un sollozo o un grito de pánico emitido por algunas de las mujeres. Entretanto y más allá de la primera, segunda o tercera fila de mujeres desesperadas, en una esquina libre y al fondo del espacio, yace la niña sentada en el suelo frío, con un rostro expresando calma y alivio.

Ahora es posible escuchar la historia que cuenta la niña a su muñeca de trapo:

“Matilda”, así llama a su muñeca… todo va a estar bien. A mí tampoco me gustan los ruidos que escucho. No me gusta cómo huele este lugar ni tampoco como cortaron el cabello de mamá. Siento el temblor de su mano, siento su miedo cuando camino junto a ella. No quiero acercarme a ella todavía.

Siento que algo va a pasa Matilda… pero eso no evita que juguemos… Quiero abrazarte porque se que todo va a estar bien.

Me asusta ver a esas mujeres sin ropa y sin cabello…

¿Será que nos van a bañar a todas juntas, como sucede muchas veces, Matilda? ¿Si fuera así, por qué estarán llorando las mujeres a nuestro alrededor?

Esos ruidos fuertes de metal, no son de este cuarto, Matilda, son de otros cuartos cercanos… no llores Matilda.

Cuando salgamos de aquí estaremos mejor. Creo que está cerca nuestra salida…

Al contarle ésto a su muñeca, la niña esboza una ligera sonrisa.

Se escucha un progresivo ruido metálico que activa la muerte.

Auschwitz, campo de concentración. Cámaras de gas. Noviembre 8 de 1942, 9h40.

Es el silencio previo a la activación de la cámara de gas. El susurro de la niña se detiene. Ahora guarda silencio y se hace presente una mujer adulta mayor: 63 años, de contextura mediana. Se ven sus ojos de color miel, ceño fruncido. Con su voz completamente templada dice:

Cuando vengan por mí, nadie me arrebatará mi alma. Pueden llevarse mis desechos corporales, mi propio cuerpo inerte, pero mi alma no se la llevarán. No le tengo miedo a la muerte que quieren imprimir en mi.

9h42, se activan las cámaras aledañas. Es cuestión de tiempo.

Continúa hablando la mujer “anciana”, y el mensaje ya no es para si misma, porque ella lo vive. El mensaje es para las mujeres y madres que están a su alrededor. Su mirada hace un paneo y alcanza a mirar a una chica de diecisiete años, aferrada al brazo de su madre. Alcanza a ver entre los cuerpos enjutos, desnudos, verdes… a la niña que conserva la cabellera porque su madre la ha escondido tantas veces. Mirar a esta niña le suaviza el rostro, e inspira su siguiente mensaje de esperanza:

Aunque se lleven nuestros cuerpos, aunque acaben con nuestras vidas, nuestras almas nos pertenecen.

Llega un ruido ensordecedor. Es una palanca que activa estas “duchas” de gas. Los gritos de pánico son fuertes. La mujer que habló cierra sus ojos y acepta la circunstancia en la que está muriendo. Hay muchas tosiendo. Asfixia.

Hay sangrado. Hay muerte. Hay silencio, el de la muerte del cuerpo humano. Solo se escucha un breve chirrido que calla y acaba con esa dispersión en las cámaras.

Abre la puerta un soldado corpulento, pero no muy alto. Todavía hay cuerpos convulsionando. Una especie de hollín u óxido forma una capa de líquido en el suelo. Se muestra como una gran masa inerte lo que antes fueron cuerpos de mujeres. En medio de eso y sobre muchos de esos cuerpos sin vida, está la niña, que no soltó a su muñeca. Su cuerpo yace en el espacio como si estuviera dormida. Sus facciones no muestran angustia. Se siente como si ese cuerpo preservara una inocencia, tratada de arrebatar por fuerza.

El soldado al mirar esto, entiende lo que está haciendo. Hay lágrimas en su rostro que trata de ocultar.

9h58. Con palas se mueven los cuerpos, para llevarlos a las fosas comunes. Lo hacen en camiones oxidados, de color verde y negro. Son vehículos con emblemas.

La imagen se va tornando difusa.

La memoria de estos eventos sigue presente en esos lugares de la Tierra. La idea de diferencia permanece en la Tierra, ochenta años después de este episodio mimetizado con mujeres sin nombre. El recuerdo de mujeres de carne y hueso cuyos nombres y rasgos particulares fueron borrados, persiste.

La anomalía de esa mañana fueron dos voces expresando activamente su sentir: la niña con su muñeca y la mujer anciana, con su comprensión de amor a si misma.

Ochenta años después, esta voz manifiesta se sigue perdiendo en el ruido del mundo. El sacrificio no se hace en nombre de una raza, etnia o cultura, solamente. El sacrificio y la muerte se asumió en cada humano, ahora en nombre del amor.

¿De cuál amor?

Cada día se recrean en la Tierra del año 2022, ochenta años después de este evento y en tantos lugares a la misma hora, aquellos instantes en donde una fuerza externa, validada en su existencia por cada ser humano, arrebata miles de millones de esperanzas.

Hoy la voz de la niña ya no se escucha. La voz de la mujer mayor, tampoco.

Hoy se potencian los gritos y se los transforma en palabras. Y de pronto, son palabras de supuesto amor y aliento. Palabras de encuentro, supuestamente musicales, amorosas, sensuales. Pero todas esas palabras contienen el mismo sentimiento del grito de miedo que recoge ese instante de hace ochenta años, el mismo instante de hace cientos de años.

Entonces… ¿Cuánto combustible más? ¿cuánta carne más se faenará para sostener la idea del sacrificio desde el amor? ¿Cuánta humanidad más?

¡Silencio, silencio! El mundo demanda silencio.

Porque las lágrimas de ese soldado que estaba “amando a su patria y haciendo lo correcto” son el lugar en donde calaron las palabras de la mujer niña y de la anciana.

La salida del sacrificio se da a través de la niña y de la anciana.

El soldado sobrecogido en su entendimiento y los testigos de esa masa humana inerte, no voltearon a ver ese espacio. En esa cámara en donde quitaron la vida a tantas mujeres, nadie volteó a mirar las almas que quedaron ahí.

El alma mayor, la de la niña, sonriendo al salir; el alma de la anciana, emergiendo sin dolor. Y todas las almas de aquellas mujeres que no pudieron decir algo, salvo gritar y ser presa de un pánico horroroso… conservan su miedo más allá de su cuerpo.

Para salir del sacrificio y de esa incongruente conexión con un supuesto amor, hay que escucharse. Ser la niña y la anciana. Hay que contarnos la historia nueva y humanamente.

Hay que saberse más allá de lo que se quiso ver. Lo que no se pudo ver, contenía el mismo miedo que hoy seguimos tratando de ignorar.

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